Opinión

Colima y los alrededores de los Volcanes en septiembre-diciembre de 1810

Décimo séptima parte

Abelardo Ahumada

EL CERRO DEL MOLCAJETE. –

En el capítulo anterior afirmé que cuando Hidalgo salió de Valladolid con rumbo a Guadalajara, llevaba “en la faltriquera de su conciencia otro importante número de víctimas a las que después reconocería inocentes”. Y tal afirmación se finca en el hecho de que, aparte de la terrible matanza de Granaditas y Guanajuato, que en realidad él no pudo evitar, en Valladolid, en cambio, ordenó u autorizó el asesinato de más de cien españoles o criollos encumbrados.

En este sentido, según lo declaró el cura Antonio Camacho en un sermón que predicó en la Catedral de Valladolid el 1 de mayo del año siguiente (1811), él supo que Hidalgo había hecho perecer “a más de ciento [individuos …] en las lóbregas soledades de las Barrancas de las Bateas y del Cerro del Molcajete” (Hernández Dávalos, T. III, p. 893). Habiéndose podido comprobar después, por otros testimonios, que fue durante la jornada del 12 cuando Hidalgo autorizó “el primer degüello de [41] prisioneros españoles [que] no eran soldados realistas capturados en batalla, sino civiles extraídos de sus casas, sin formarles juicio”. Mismos a lo que se les había hecho creer, “la víspera, que serían conducidos a Guanajuato” (Herrejón Peredo, La Ruta de Hidalgo, p. 38) propiciando que los familiares les llevaran incluso bastimentos para el viaje. Habiendo sido el “conductor” de los prisioneros otro cura insurgente llamado Manuel Muñiz, al que unos que lo conocieron apodaron “El Padre Chocolate” porque, según pláticas posteriores, cuando le preguntaron que a dónde los llevaba ya de noche, dijo que “a tomar chocolate” (Bertha Hernández, Las víctimas inocentes de la Guerra de Independencia, Artículo publicado en La Crónica de Hoy el 6 de enero de 2021).

Complementario a ese “primer degüello” hubo otro, en el que habrían sido asesinados la madrugada del 17 alrededor de 40 españoles sacados de dicha ciudad, y otros que fueron llevados de pueblos cercanos. Y en ese caso el lugar que se escogió para su muerte fue el ya citado Cerro del Molcajete. Paquete de víctimas en el que parece haber estado don Luis de Gamba (o Gamboa), quien fuera subdelegado de Colima al mismo tiempo (1792) en que el señor cura Miguel Hidalgo ofició párroco en ese lugar. Tal y como se desprende de una carta que el 20 de enero siguiente dirigió la señorita María Luisa Gamboa Pérez, nacida en la Villa Colima el 1 de abril de 1793, (Felipe Sevilla del Río, Prosas literarias e históricas, p. 254) al general Félix Calleja.

Esta muchacha, cuyo nombre verdadero y completo era “Mariana Francisca Teodosia Paula”, era hija legal del mencionado Gamboa, pero las malas lenguas de dicha villa decían que en realidad era hija de dicho cura. Y en el párrafo inicial de su carta a la letra dice: “Doña María Gamboa, hija legítima de don Luis Gamboa y de doña María Pérez Sudaire, a Vuestra Señoría con el mayor respecto digo, que habiendo sido aprehendido mi padre en Valladolid, como europeo, por el Cura don Miguel Hidalgo, [el 15 de noviembre] me llevó mi madre a él otro día para que lo indultase; pero nos contestó no podía verificarlo, por no dar mal ejemplo de hacer esta exensión (sic), prometiéndonos que si nos íbamos con él nos lo entregaría en el primer pueblo, en el que mandaría que quedase  á pretexto de estar enfermo”. (Fregoso Gennis, Carlos, La Prensa Insurgente en el Occidente Mexicano, Secretaría de Cultura de Colima, 2000, p. 49).

Pese a saber, sin embargo, Hidalgo, que el primer grupo de personas habían muerto por orden (o por permisión) suya, y que otro grupo más habría de correr la misma suerte durante la noche siguiente, hay noticias confirmadas de que el ex rector del Colegio de San Nicolás asistió el 16 a una “misa de acción de gracias en la catedral vallisoletana”, ubicándose “bajo [un] dosel”, acompañado por “Ignacio [López] Rayón, José María Chico y el intendente [José María] Anzorena”, y de que el 17 en la mañana, tal vez animado porque había vuelto a reunir “7 000 jinetes y 240 infantes” y con la perspectiva de instalar su gobierno en Guadalajara, “iba sonriendo” (Herrejón, p. 40).

El avance de semejante gentío por las tierras michoacanas debió despertar una enorme curiosidad entre los paisanos que los vieron pasar, y entre los hechos más recordados de aquel insólito evento (que luego se habría de convertir en algo “normal” por las muchas idas y venidas que los ejércitos realista e insurgente realizaron durante los once años posteriores), se contempla el dato de que muchos otros indígenas sin esperanzas reales de mejorar sus vidas en sus ranchos o pueblos que radicaban, se entusiasmaron ante la posibilidad del cambio y se fueron sumando al contingente y que, en  la mañana del 21, por ejemplo, Hidalgo arribó “a la villa de Zamora”, habiendo sido advertida la gente por “sus avanzadas” para recibirlo:

“Distinguiéronse […] los vecinos de la villa de Zamora, por cuyas calles bien adornadas pasó el ejército; y todas las corporaciones se esmeraron en los cumplimientos y arengas”. Conduciéndolo el clero local a la parroquia, donde se celebró un Te Deum.

Posteriormente “los principales” del pueblo y algunos “adictos a la causa”, le ofrecieron una comida con brindis. Comida en la que se dice queel señor cura Hidalgo tomó una copa en la mano y con el mayor entusiasmo dijo: ‘¡Viva la ilustre Ciudad de Zamora!’ Y fue aplaudido y repetido por toda la concurrencia”, (Citado por Herrejón, p. 42) tal vez contenta porque con sólo su palabra subió a la villa de categoría y la convirtió en ciudad. Sitio desde donde un rápido correo salió rumbo a Guadalajara para avisarle al brigadier Torres de su próxima llegada.

Dos días después pasó el prócer por La Barca y pernoctó en Ocotlán, siendo recibido en ambas poblaciones con similares muestras de admiración y pleitesía.

El correo llegó muy adelantado a su destino y dio pie para que tanto las autoridades civiles y eclesiásticas de “La Perla de Occidente” se dispusieran a darle al notable caudillo el más singular de los recibimientos. Y fue tan así que cuando él ejército de aquél salió el 24 de Ocotlán, desde Guadalajara salieron veintitantos coches tirados por caballos o mulas hacia la hacienda de Atequiza para ir a su encuentro y mostrarle sus respetos.

Y, el 25, “luego de oír misa”, salieron todos de la bella hacienda, para llegar esa misma tarde “a San Pedro Tlaquepaque” en donde, invitados o presionados por el Amo Torres, “los representantes de la Audiencia, el Ayuntamiento, el Cabildo Catedral, la Universidad, el Consulado y otros cuerpos” (Hernández, T. I., p. 123) le ofrecieron un nuevo banquete y se le brindó un buen hospedaje.

Todo esto mientras que el grupo de José Antonio Torres, hijo, y Rafael Arteaga, incrementado por un buen número de indígenas colimotes, hacía también su entrada a la ciudad por el Camino Real de Colima.

Hecho que menciono sin tener un documento que lo pruebe, sino porque sabiendo (por otros escritos y testimonios) que se hacían cinco días de trayecto normal entre una población y otra, lo saco por conclusión al tener conocimiento de que ellos salieron de Colima el día 20 por la mañana. Eventualidad que, de haber sido cierta en cuanto al tiempo, los debió de haber puesto ante la posibilidad de observar también la “apoteósica” entrada que, según varias referencias, hicieron Hidalgo y su ejército a dicha ciudad. Y de las que ahorita mismo resumiré para los lectores una de las más antiguas, rescatada por don Evaristo Hernández y Dávalos de algunos “Impresos de Guadalajara”:

“Reunidos todos los cuerpos en [las afueras de la magnífica y cómoda casa que en San Pedro hospedaron a Hidalgo], comenzaron a desfilar todos los cuerpos de caballería, las parcialidades de los pueblos circunvecinos y por su orden los tribunales en magníficos coches”, seguidos por la oficialidad del ejército. “Y en medio de esta Comitiva, el coche de su Serenísima Alteza”, acompañado por los más altos dignatarios de la intendencia y de la ciudad; al que seguía “otro golpe de música [y…] la caballería del Regimiento de Dragones que cubría la retaguardia […] siendo innumerable la gente que acompañaba o veía pasar esta comitiva, aclamando a Su Alteza. (Hernández, T. I., p. 123).

Toda la ruta de San Pedro hasta la Catedral estuvo, según eso engalanada con arcos verdes, papeles picados, cortinas de colores y diversos otros aditamentos.

Y abundando en hasta empalagosos detalles, otro de aquellos impresos refiere que, habiéndose casi vaciado la ciudad por el gentío que se dirigió al camino de Tlaquepaque para ver pasar al caudillo y a su gente, en la tarde se volvió a llenar tanto que era imposible “atravesar ninguna de las calles [por donde hacía su] tránsito el Generalísimo”. Y que “estaban apiñadas [aquellas gentes] como en Jerusalén el día de la entrada de Jesús” […]

“Hidalgo es de una fisonomía severa: su cabeza está ya cana; se conoce por su color y la configuración de su cara, que pertenece a la raza del país; y aunque ha dejado para siempre sus oscuros hábitos de clérigo, su vestido es negro y [roja] su banda de general […]

“El Cabildo manda una comisión a recibirlo a la puerta de la Catedral. Hidalgo se acerca a tomar agua bendita de mano del canónigo [principal y]: ‘Aquí tienen al hereje’ – les dice con una sonrisa de sarcasmo, con esa sonrisa que revela en las arrugas del rostro, las arrugas del alma”.

Luego se celebró otro de los consabidos Te Deum y, al salir, “el pueblo no lo deja andar un paso, y penetra por la multitud como una cuña que va abriendo una masa”; etc. (Hernández, T. II, p. 242).

LA EXPANSIÓN DE LA GUERRA HASTA LAS COSTAS OCCIDENTALES. –

Mientras que todo eso sucedía ya vimos que el grupos de los insurgentes colimotes encabezado por el Capitán Calixto Martínez, “Cadenas”, se disponía a tomar el pueblo de Autlán, en tanto que el contingente del padre José María Mercado ya había dejado atrás Tepic y se aproximaba al puerto de San Blas.

Lo que sorprende en ambos contextos no es que los dos cabecillas hayan cumplido sus comisiones, sino que lo hayan hecho llevando como subordinados a sus respectivos amigos, familiares, y conocidos, evidentemente tan mal armados como inició el mismo grupo de Hidalgo.

No conozco ningún documento que nos indique cómo fue que, después de haber recibido de Torres y Arteaga su nombramiento como “Capitán Comandante de la División del Poniente de las Tropas Americanas para el establecimiento del Nuevo Gobierno”, Calixto Martínez haya podido organizar el grupo al que le tocó encabezar. Pero por los testimonios que cité dos capítulos atrás, y por otros hechos referidos en cuanto a las conjuras de Valladolid y Querétaro, o a la participación del Amo Torres y los Gómez Portugal, por poner un par de ejemplos, se infiere que él y otros jóvenes y señores de Colima no estaban del todo ajenos al movimiento insurgente, y que desde que les comenzaron a llegar noticias de cuanto acontecía en ese mismo sentido en Guanajuato, en Guadalajara y Valladolid, empezaron a simpatizar con tales ideas. Siendo por eso que cuando Regalado le escribió a su suegro la carta del 29 de septiembre, se advertía en ella el coraje, al decir “[voy] a esta guerra a la que [forzadamente] nos llevan”.

En ese tenor, pues, y porque acciones como ésas no se deciden sin tener convicciones, bien puede uno suponer que en cuanto el referido “Cadenas” recibió el nombramiento se comunicó con Ramón Brizuela y éste con Pedro Regalado, para integrar entre todos un grupo de amigos, vecinos y conocidos, simpatizantes con la causa. Y que, siendo criollos en su mayoría, debieron de buscar a otros que pensaran como ellos, y a los demás que hubieran escapado de Zacoalco, o desertado de las Milicias en que los forzaron a participar.

Por otra parte, siendo todos ellos habitantes de una zona rural, y siendo algunos propietarios de ranchos, huertas y salinas, es de suponer también que tenían mulas o caballos para transportarse, y al menos machetes, soguillas y algunas viejas escopetas de las que usaban para irse de cacería, para utilizar como armas.

Pero yéndonos más allá de las inferencias descritas, los datos verificados que cita y menciona el secretario de la Asociación de Cronistas de Jalisco, nos indican que dicho grupo “tomó el pueblo de Autlán a finales de noviembre”; que allí incautaron los bienes de algunos europeos acaudalados, y que en vez de que los milicianos que había tanto en Autlán, como “en la Villa de Purificación y en Cuautitlán [combatieran en su contra …] se incorporaron en masa [al bando insurrecto] al igual que la mayoría del pueblo”. (Boyzo, p. 31). Con lo que Martínez logró incrementar grandemente el grupo original.

La otra noticia que nos brinda Boyzo es que el capitán Rafael Ponce de León, comandante de los milicianos de los tres pueblos en comento, se vio, como quien dice, casi totalmente abandonado por su tropa y, viéndose imperiosamente necesitado de velar por su vida, dejó de arengar a sus cortas huestes y se rindió. Siendo enseguida invitado por Martínez para que, en vez de pelear criollo contra criollo, se resolviera a dejar el bando realista, y jurara obediencia a los dictámenes que ya para esos días estaba emitiendo el Generalísimo Hidalgo en Guadalajara.

Viéndose en la antesala de la muerte, Ponce de León aceptó la oferta, recibió el perdón de Cadenas y su gente y, pese a que en su corazón no deseaba hacerlo, juró que sería fiel a ellos. Pero a los pocos meses, volvió a dar “el chaquetazo” y buscó el modo de acogerse al indulto que proclamó Félix Calleja.

Continuará.

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