Opinión

QUERIENTES Y MALQUERIENTES

Abelardo Ahumada

LA SANTA INQUISICIÓN Y EL PAPEL QUE DESEMPEÑÓ. –

En el capítulo anterior comenté que en 1801 el padre Miguel Hidalgo y Costilla fue sido sometido a juicio por dicho tribunal, y que a su caso se le dio (como seguramente a muchos otros más) “alguna publicidad”, puesto que él era un clérigo muy afamado del Obispado de Michoacán.

Ese hecho escandalizó a muchos de los contemporáneos que lo conocían, pero para que nuestros actuales lectores no vayan a creer que el enjuiciamiento del futuro caudillo insurgente fue por alguna causa ignominiosa, quiero explicar qué fue, realmente, el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, cuáles eran sus funciones y por qué llegó a ser tan temido:

El propósito original de dicha instancia jurídico-religiosa era el de tomar nota de la certeza o falsedad de los presuntos delitos que solían cometerse en contra de la fe y las sanas costumbres que derivaban (o debían derivar) del hecho de vivir conforme a la doctrina cristiana.

En su origen, el Tribunal de la Santa Inquisición fue, puede decirse, “mixto”, puesto que en su creación estuvieron de acuerdo  los “reyes católicos” de España y el Papa Sixto IV, y surgió para contrarrestar, entre otros efectos, los que estaba provocando en Europa la llamada “Reforma Protestante” y para evitar que se cometieran herejías y apostasías.

El primer Inquisidor que hubo en la Nueva España, fue el fray Juan de Zumárraga, posteriormente Obispo de México, y luego primer arzobispo de todas las diócesis que se fueron creando en el amplísimo territorio del virreinato.

Historiadores muy exagerados o con intención dolosa han querido pintar con demasiada negrura  los errores y/o excesos que pudieron haber cometido los integrantes de dicho tribunal, y como consecuencia de ello se ha llegado a creer que fue una institución sórdida y malsana que por cualquier cosa hacía torturar a muchísima gente para que confesara, y que quemó o ahorcó a no pocos judíos, protestantes o “infieles” que según sus acusadores tenían “pactos con el Demonio”, etc., aunque los datos que arrojan algunos estudios muy serios nos dan a entender que durante los 298 años de su existencia, “los relajados o ejecutados en persona” por el tribunal, no llegaron a media centena, y de ningún modo los miles que se nos ha querido hacer creer.

Por otra parte, y sin que me mueva el afán de minimizar los indiscutibles excesos que ocasionalmente llegaron a cometer algunos inquisidores, sí quiero señalar que a muchísima gente le provocaba un grande temor la posibilidad de ser acusada ante semejante instancia.

En cuanto a la región circundante a los volcanes corresponde, nuestro hoy ya desaparecido amigo y colega, Juan Carlos Reyes Garza, insertó en su “La antigua Provincia de Colima, siglos XVI al XVIII”, un interesante capítulo en el que se dedicó a describir las actividades que realizaron en nuestra región los “comisarios” del Santo Oficio durante los siglos XVI y XVII, y escribió un libro más, que tituló “El Santo Oficio de la Inquisición en Colima, Tres documentos del siglo XVIII”, en el que añadió más fatos, y señaló que, valiéndose de la ignorancia de la mayoría de aquella gente iletrada, dichos señores la amenazaban en sus sermones con la condenación eterna, y la obligaban “a descargar su conciencia” mediante la confesión privada, en la que estaban obligados a “delatar a los ofensores de la fe”. Siendo, sin embargo, realmente muy pocos de los acusados que condenaron, debido a que las acusaciones que se vertieron en los confesionarios eran más bien chismes y tenían “poca sustancia”.

HIDALGO ACUSADO ANTE EL SANTO OFICIO. –

En ese mismo contexto, pues, cuando a principios de 1801 se comenzó a dar “cierta publicidad” al hecho de que el padre Miguel Hidalgo y Costilla estaba siendo investigado por los inquisidores y más tarde se supo que lo mantenían preso en algún espacio del Santo Oficio, es de creer que muchas personas que lo conocieron hayan tomado partido en pro o en contra, como en pro y en contra hubo testigos que fueron citados por el tribunal.

He leído con detenimiento los testimonios que se expusieron en dicho alegato, así como el dictamen final del juez que lo exoneró. Pero como resultado de tales lecturas, que nada tienen que ver con lo que han publicado los historiadores oficialistas que casi sólo hablan del héroe, o de los que se han dedicado a echar tierra sobre sus actuaciones, hoy puedo afirmar que: “En términos de su actuar [el cura penjamense] no fue ni mucho mejor ni mucho peor que cualquier hombre de su tiempo y sus luces, pues vivió conforme a sus principios, pero también conforme a sus pasiones, siendo ejemplar a veces, o débil y muy criticable en otras”.

Pero para que ustedes tengan también una pequeña ventana a lo que ocurrió durante el proceso inquisitorial que estoy refiriendo, he aquí una apretada síntesis de lo que expusieron personas que lo conocían. Iniciemos por los testigos en contra:

Algunos de ellos dijeron por ejemplo que, primero como estudiante, luego ya con las primeras órdenes sacerdotales recibidas, e incluso cuando ya era catedrático, “continuamente salía” del colegio en compañía de “un amigo íntimo… libertino y lujurioso… llamado don Gerardo Méndez”; que le gustaba participar en algunos juegos de azar; “era algo libre en el trato con mujeres”; visitaba con frecuencia lo menos la casa de una “joven alegre y temida por su viveza, afecta en un tiempo a la lectura de comedias”, que más tarde terminó recluida como monja en Puebla; era algo presumido en términos de sus conocimientos;  le gustaba bromear con otros menos lúcidos que él, pues era “finísimo en argüir” y tenía “un genio jocoso”. Llegando un colega suyo a decir que tenía “un mal concepto del cura de San Felipe, por lo que públicamente se decía de su vida escandalosa y de la comitiva de gente villana que come y bebe, baila y putea perpetuamente en su casa”.

En la contraparte, algunos de los llamados “testigos de descargo”, que asimismo lo conocieron en vida, dijeron también que: desde su época de estudiante participaba en muy “lúcidas funciones literarias”, y demostraba tener una muy “aventajada instrucción en sagrada teología”; que ya en funciones como rector tenía una “mina en el nuevo real de Angangueo, y hacienda de campo”, aunque ello no les parecía que “fuera obstáculo para cumplir sus obligaciones pastorales”.

En otro aspecto se refirieron a él como un individuo que solía leer muchos “libros prohibidos” y que era muy aficionado a la música “pues todos veíamos en el curato de los Hidalgo varios instrumentos músicos”.

Y en su defensa él mismo arguyó que por el hecho de haberse dedicado tantos años a la cátedra adquirió el derecho de leer esos libros para descubrir si era posible o no enseñar con ellos, o divulgar lo que decían. Y en cuanto a su afán por la música, otro de los testigos de descargo, dijo estar perfectamente enterado de que el padre Hidalgo “se pasa[ba] la vida… en sus libros y en su música; y esto no como mero lírico, sino con instrucción y a fondo”.

Colateralmente, hay dos testimonios al menos, que nos indican que ya desde entonces (1801) tenía muy claramente definidos y reflexionados algunos conceptos que expuso a partir del 15 de septiembre de 1810. Uno de ellos menciona que Hidalgo hablaba “con demasiada libertad del gobierno”, queriendo indicar con eso que emitía críticas muy fuertes a los reyes y a sus dictámenes. Diciendo también que aprobaba “las cosas [las tesis de los revolucionarios] franceses”, que se lamentaba “de la ignorancia en que estamos, de la superstición en la que vivimos, engañados por los que mandan […] y que está mejor el gobierno republicano que el gobierno monárquico”, etc.

Testimonios que nos sirven para corroborar que desde antes incluso a 1801, sus muchos estudios lo llevaron a chocar diametralmente con el supuesto “derecho de los reyes” tras manejar la tesis que si bien “todo el poder deviene de Dios, debe ejercerse en beneficio del pueblo”, y no de un individuo o de un grupo determinados.

Al final del proceso el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición exoneró al filósofo Hidalgo de los cargos de hereje y de las otras acusaciones que sus malquerientes lanzaron en su contra, pero sí recibió una amonestación. Y sobre su comportamiento posterior, hubo algunos testigos que señalaron que había cambiado para bien, y que en algunas circunstancias se comportaba incluso “con demasiado escrúpulo”.

Revisando todos esos hechos, y las consecuencias que para su fama pudo tener, descubro que en la documentación de 1810 y 1811 hay suficientes indicios que nos permiten saber que, cuando Hidalgo comenzó a comentar (o a cartearse) con algunos de los curas del obispado de Michoacán sobre la invasión napoleónica a España y lo que podía ello implicar, algunos de los clérigos que lo conocían, y habían tomado como un mal antecedente suyo el juicio de 1801, se negaron a conversar con él (o a no dejarse influir por sus argumentos), y que, cuando finalmente dio “El Grito”, algunos lo vieran con indiferencia y otros se le opusieran con todas sus fuerzas, como fue el caso del padre Fel

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ipe González de Islas, su sucesor en el cargo en la Villa de Colima.

EL PADRE OLIVA. –

Por otra parte, sin embargo, así como Hidalgo tuvo malquerientes entre sus propios colegas, también tuvo simpatizantes y admiradores, como lo fue un gran amigo suyo, casi de la misma edad, con el que convivió desde que ambos estuvieron en el mismo grupo de alumnos en el Colegio de San Nicolás:

Este otro cura colimote se llamaba Francisco Vicente Ramírez de Oliva y Zúñiga y Zamora, y que al igual que el Padre Islas, nació también en dicha villa en algún día de 1754, siendo por ello cosa de medio año menor que su colega Hidalgo.

Según las indagaciones de Florentino Vázquez Lara, el niño Francisco Vicente tuvo varios otros hermanos, de los que al menos dos fueron también sacerdotes: José Ramón, se llamaba el primero, nacido en 1852, y Cayetano se llamaba el menor, nacido posteriormente. José Ramón fue ordenado en 1780; Francisco Vicente en 1781 y de Cayetano no se encontró la referencia, pero falleció más pronto que los otros dos.

No sabemos cuál haya sido el primer destino laboral que tuvo el padre Vicente Oliva (como se le decía en corto), pero Roberto Urzúa Orozco encontró en los libros de la Parroquia de Caxitlán que luego se depositaron en el Archivo Parroquial de Tecomán, un registro de 1782, firmado por el padre Oliva, y en el que con su puño y letra anotó que “los viejos principales” del pueblo de “Santiago Tecomán” habían hecho algunos “robos de ganado de la Cofradía de Nuestra Señora de la Concepción”, afectando con ello las “cuentas del hospital” de caridad que con ese mismo nombre existía en el pueblo. Demostrando con ello que el padre Vicente se acababa de hacer cargo de dicha parroquia.

No conozco muchos más datos que nos hablen de esa época del padre Oliva, pero el profesor Felipe Sevilla del Río, se encontró un curioso documento de “principios del siglo XIX”, por el que se puede inferir que dicho personaje ya estaba residiendo en Colima, y que lo hallaron jugando ciertas partidas de naipes que al parecer estaban entonces prohibidas. La referencia está en la p. 238 de su libro “Prosas literarias e históricas” y Sevilla la introduce diciendo que desde mucho tiempo atrás: “en las reuniones familiares nocturnas se jugaba con frecuencia la malilla de los granos, pintas, albures y treinta y uno. El juego invadía los hogares aristocráticos y decentes sin respetar ni los conventos. Especialmente los monjes juaninos cargaban tan arraigado vicio o diversión, que hasta […] priores del convento […] se vieron a punto de ser procesados por causa de ese defecto”.

“Incluso no se jugaba limpio […] hacían trampas”. Y en el tiempo que mencioné al inicio del párrafo anterior, una noche, las autoridades de la Provincia de Colima, sorprendieron “a los sacerdotes bachilleres Sandoval, Avalos, Ramírez de Oliva, Silva y al prior de San Juan de Dios”, jugando naipes en “altas horas de la noche”, con los hijos y la esposa del Comandante de Milicias, don Francisco Palacios de Vilchis, y con los hijos de doña Francisca Pérez de Ayala”, abriéndoseles proceso a todos por tan disipada conducta, imponiéndoles una pena de destierro por 6 años. Misma que no prosperó dados los ruegos, las súplicas y las influencias que toda esa gente “de bien” debió de haber puesto en práctica.

Y sobre este punto en particular, el profesor Sevilla añade que, contagiado por el mismo vicio, cuando don Miguel Hidalgo y Costilla fue párroco de Colima, también participó en esas reuniones como entusiasta jugador de naipes junto con el padre Ramírez de Oliva, quien precisamente fungía en esos meses como su capellán mayor.

Y si se menciona todo esto es porque, una vez iniciado el movimiento de la Independencia, el padre Oliva se convirtió en un “independentista furioso”, según la frase escrita por Vázquez Lara. Independentismo ideológico que no le impidió salir en ayuda de los 20 gachupines que, nada más por serlo, secuestraron los insurgentes que tomaron la Villa de Colima en noviembre de 1810.

Pero no nos adelantemos y esperemos a que el desarrollo de nuestro tema nos vaya diciendo más. Continuará.

NOTA. Todos estos datos corresponden al Capítulo 17 de “Mitos, verdades e infundios de la Guerra de Independencia de México”.

 

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