Opinión

Colima y los alrededores de los Volcanes en septiembre-diciembre de 1810

Octava parte

Abelardo Ahumada

UN LÍDER DESCONOCIDO. –

El solo hecho de que el señor cura Miguel Hidalgo haya tenido en Colima algunos adversarios ideológicos de gran influencia local impidió que más colimotes se sumaran al movimiento insurgente, pero ni las prédicas, ni las amenazas de excomunión que lanzaron aquéllos impidieron que algunos sí lo hicieran, y que el movimiento cundiera por todos los pueblos de la antigua Provincia de Colima, que hoy forman parte de los estados de Jalisco y Michoacán.

Pero para no saltar temas ni “adelantar vísperas”, quiero comentarles que, de conformidad con lo que concluyó el Subdelegado Linares, José Manuel Ruiz resultó ser no nada más “uno de los principales del pueblo de San Francisco de Almoloyan”, sino, tal vez, su verdadero líder, puesto que se adjudicó la autoría de la convocatoria que el 9 de octubre de 1810 se envió a los demás pueblos indígenas de Colima, para invitarlos a reunirse y ver el modo de pelear juntos contra los no todavía bien identificados “enemigos del Rey, de la fe y del gobierno legítimo”. He aquí un resumen de su declaración:

“En acto continuado, el Señor Subdelegado hizo poner en su presencia a José Manuel Ruiz […] y le recibió juramento que hizo a Dios Nuestro Señor y la señal de la Santa Cruz, por el cual ofreció decir verdad en lo que supiere y fuere preguntado […]”

Y cuando le preguntó sobre sus generales y si sabía por qué causa estaba él allí, Ruiz respondió: “ser casado, labrador, de cuarenta y dos años: que ignora la causa de su prisión, ni la presume, pues en su concepto no ha cometido delito criminal ninguno por [el] que merezca estar preso en la cárcel y oprimido, privado al mismo tiempo de la atención de su casa y familia y de una laborcita de algodón en que tiene fincada su subsistencia”.

Respuesta inicial muy diferente a la que habían dado los demás declarantes, y en la que se percibe que no era un individuo carente de conocimientos y cierta elocuencia.

Enseguida, habiendo admitido su participación en las asambleas realizadas tanto en la casa del alcalde de Almoloyan como en el cementerio adjunto al templo, Ruiz dijo que era muy cierto que se mandaron distribuir las mencionadas convocatorias, pero que muy lejos estaban él y los demás “principales de su pueblo”, de “cometer traición, sublevación, infidelidad al Soberano, ni otro delito alguno de esta clase, que antes por el contrario”, como les llegó información de que “por el pueblo de Juchitlán (Suchitlán) pasaron no hace muchos días tres hombres no conocidos que parecían ultramarinos”, que no llegaron ni entraron “a esta villa”, él y los otros señores, “sospecharon […] que dichos hombres pudieran ser acaso […] partidarios del Emperador de los franceses”.

Y como, por otra parte “el Señor Cura D. Isidoro Reinoso y el Presbítero D. José Antonio Diaz”, le habían dicho “al que declara que ya había guerras en esta América, y que en otros lugares no muy lejanos de esta villa habían hecho ya los enemigos algunas atrocidades”, le pareció muy bien proponer a los demás que avisaran “a los demás pueblos, convocando a los Justiciales (sic) y dos o tres principales de cada uno, para tratar entre todos de ponerse en cuidado y acción de defensa, llevando por objetos principales la de nuestra Santa Fe y Religión, la de los derechos de nuestro Rey el Señor D. Fernando Séptimo y la Patria”.

Propuesta con la que no sólo “convinieron el Alcalde y los demás vocales”, sino también el padre José Antonio Díaz, quien le recomendó “al declarante que […] de cualquiera resulta [de esas acciones] le dieran cuenta al Señor Subdelegado o al señor Cura para las providencias que debiera tener”.

Recomendación que (esto lo digo yo) ni él, ni el alcalde, ni los demás principales quisieron tomar en cuenta no sólo porque tenían cierta autonomía al ser una “república de indios”, sino porque el subdelegado era un gachupín más, y no les convenía informarle de sus pretensiones.

En todo lo demás coincidió Manuel Ruiz con los demás declarantes, pero no sin señalar que, si bien el alboroto descrito concluyó cuando “su cura volvió [de la Villa de Colima] a instruirles que […] era falso el motivo de aquella conmoción”, él decidió que, aun cuando todos “se serenaron y se pusieron en quietud”, emplazar “al alcalde para que lo acompañara en la ronda, y [que] en efecto lo acompañó con nueve mozos, contando con dos muchachos”, hijos suyos. Y que, cuando “andaban en la calle cuidando de la quietud del público […] fueron sorprendidos por el Teniente de la Ronda, don Bernardino Rojas y otros muchos individuos que lo acompañaban y fueron traídos todos a la cárcel”. Donde, entre otras cosas relacionadas, le preguntaron si había entre ellos y los indios que concurrieron al cabildo y al camposanto “algún seductor (emisario de Napoleón) de cualquier casta, calidad o condición”, negándolo.

Todos los sospechosos siguieron, sin embargo, presos hasta el día 13, y se preguntaban cómo había podido ser posible que el subdelegado se enterara tan pronto de la convocatoria que discretamente habían enviado.

Y hoy, aun cuando tal vez ellos nunca llegaron a saber la verdad, quiero precisar que en las páginas finales del legajo al que estoy haciendo referencia, dice cómo fue que Linares terminó enterándose:

“José Antonio Tapia […],  español, casado, vecino de esta jurisdicción, encargado de justicia […] del pueblo de Juluapan, labrador de cuarenta y ocho años […] hallándose casualmente en las Casas Reales de su pueblo ayer (domingo 9) como a las dos de la tarde” vio llegar a “un correo indio de Zacoalpan (sic)  con un papel convocatorio de la república de Almoloyan […] y que habiéndose instruido de su contenido, mandó llamar inmediatamente al Alcalde Pedro Juan García y se lo hizo saber, preguntándole si estaba en [disposición de] obedecer a dicha república, y como éste le contestó que sí”. Él se manifestó “al contrario, respondiéndole al conductor del papel que no podía permitir su cumplimiento sin expresa orden del […] Señor Subdelegado”. Por lo que decidió quedarse en ese momento con “el convocatorio”, para enviárselo después a Linares, junto con otro papel escrito “con un propio puño”; en el que le informaba de lo que acababa de saber, por considerar “que los indios de Almoloyan pretendieran (sic) alguna sublevación”.

Linares concluyó los interrogatorios el día 10, y el 11 envió a don Roque Abarca, gobernador de la Intendencia, un informe detallado de lo ocurrido, diciendo que hasta el momento le parecía sincera la intención que se contenía en la convocatoria de los indios, pero que, de cualquier modo, se habría de quedar vigilante de cuanto aconteciera.

En el ínterin de todos esos días, la población (criolla, española y mestiza) de Colima se puso al tanto de que “los principales de San Francisco de Almoloyan”, aconsejados al menos por dos sacerdotes, habían pretendido levantarse en armas. Pero, Linares, aunque mantuvo presos a los sospechosos, se convenció de la veracidad de lo que habían declarado y, por esa razón, se dispuso a liberarlos cuando en el transcurso del 13, otros vecinos y conocidos de aquéllos  se presentaron para solicitar su excarcelación, con el fin de que pudieran seguir ocupándose en la atención de sus familias y en sus labores de algodón. Y más cuando, por su parte, el padre Reinoso le entregó ese mismo día un brevísimo informe de lo ocurrido, y la súplica de que los liberaran, diciendo:

“Certifico que los Justiciales de este pueblo cometieron el yerro de disponer una cordillera (mensaje de ida y vuelta a diferentes pueblos) sin tomar dictamen como debían. Pero ellos procedieron de buena fe y con ignorancia, como ahora lo confiesan; por lo que suplico de mi parte se les perdone por ahora, que ya quedaran escarmentados para otra ocasión, quedando a mi cuidado…”

“EL ENEMIGO SE ACERCA”. –

Los presos, pues, salieron en libertad y con esto concluyó el embrollo que provocó en Almoloyan la broma del “ministro” que fue a pedir prestado el tambor de los pregones. Pero no crean los lectores que todo el barullo quedó en eso, porque desde cuando la gente de la Villa de Colima recibió el chisme de que los indios de Almoloyan estaban “rebelándose”, se apresuraron a reunirse también para analizar lo que pudiese sobrevenir. Tal y como se puede observar en la parte inicial de un acta del Cabildo que tengo ante mis ojos:

“En la villa de Colima a diez de Octubre de mil ochocientos diez.— Los Señores de que se compone este Ilustre Ayuntamiento, hallándose en esta Sala Capitular, dijeron: Que en consideración a las actuales circunstancias del día y a que esta villa no tiene las armas necesarias para su resguardo y defensa, debían mandar [forjar …] aunque fueran lanzas, y que “los individuos de este vecindario” fuesen alistados “por el Señor Subdelegado” para formar un cuerpo de defensa, con el propósito de “impedir [… otros] alborotos, congresos y tal vez [hasta el surgimiento de] partidos revolucionarios entre Ia gente común”. Debiendo ese mismo cuerpo estar cuidando “que todo el vecindario viva en quietud, sin faltar las rondas diarias y nocturnas”.

Complementariamente, y dando al asunto la importancia que el caso requería, decidieron aumentar de uno a dos “los alcaldes de algunos de los barrios de esta villa”. Barrios cuyos nombres enlisto a continuación: “Los Martínez (hoy centro de Villa de Álvarez); Tarímbaro, por los rumbos donde en el siglo pasado estuvo el barrio de El Agua Fría (o “de la perdición”); la Plaza Nueva, hoy Jardín Núñez y sus alrededores; La Soledad, norte del centro actual de la ciudad de Colima; Nombre de Jesús, sur del centro actual; y el de España, que conserva ese mismo nombre.

Dos días después, cuando la manutención de los reos de San Francisco de Almoloyan les estaba resultando molesta y cara, las autoridades locales se volvieron a reunir en “la Sala Capitular”, y en el primer punto se comentó que acababan de recibir “noticia de que el ejército enemigo de la Insurrección” había asaltado ya “varios pueblos de la Nueva España, saqueándolos y desolándolos”, y que, según informes un tanto vagos aún, se venía acercando a “las inmediaciones de Zapotlán el Grande”, por el camino “que pasa por Mazamitla”. Motivo por lo que convenía “ponerse este vecindario en acción de defensa por si acaso a él se inclinaren”.

Una vez analizado ese punto, las autoridades entre las que se mencionan a: “D. Miguel Coronado, Alcalde ordinario de primer voto en turno; el Capitán D. José Valdovinos, que lo es de segundo; D. Alejo de la Madrid, Diputado, y el Síndico Procurador D. Juan Cayetano Anguiano […] dispusieron se convocase a algunos de los vecinos principales da este lugar […] habiendo comparecido D. Tomás Bernardo de Quiroz, Administrador de Correos y de los Diezmos; y del comercio” y varios otros individuos más, la mayoría comerciantes o hacendados.

A ellos se les comunicó lo que acababan de saber y el resolutivo que acababan de tomar, y cuya primera parte trataré de resumir en los renglones siguientes:

Su principal intención fue que, dadas las circunstancias descritas, se fueran dos buenos conocedores de los dos principales ramales del Camino Real, junto con un grupo de mozos bien montados cada uno, para que, posesionándose de los mejores puntos de vigilancia, todos los días estuviesen enviando, con algunos de aquellos mozos, las noticias que fueran sabiendo sobre los avances de los enemigos:

A don Martín Anguiano, allí presente, le tocó ir, saliendo de Colima al oriente, por el camino a México, pasando por “Tecalitlán, Tamazula, Zapotiltic, Tuxpan é inmediaciones”. Mientras que a don Tomás Martínez del Campo, a quien al parecer enviaron a buscar, le tocó tomar hacia el norte la ruta de Guadalajara, saliendo “por el rumbo de las Barrancas hasta Tenquic”. Lo que equivale a decir que pasó por San José El Trapiche, San Joaquín, la hacienda de Los Alcaraces y la hacienda de La Albarrada (después Quesería), así como por los pueblos de Tonila, San Marcos y El Platanar, hasta Atenquique.

Pero el objetivo de ambos era idéntico: “descubrir la situación de aquel ejército, calcular su número de hombres de infantería y caballería, qué jefes los comandan, si viene o no su principal Caudillo, qué armamento traen, cuál es su rumbo o inclinación, y aún sus intentos si fuere posible descubrirlos […] tomando todas las noticias de los pueblos, ranchos y pasajeros, y comunicándolas […] sin pérdida de momento a este Ayuntamiento y Congreso […] para que este Cuerpo pueda dictar con todos los conocimientos y acierto que desea, las providencias oportunas para librar al pueblo de la tiranía y estragos a que está expuesto si no se toman las precauciones necesarias”.

Adicionalmente le indicaron a D. Martin Anguiano pasar por Tecalitlán (que en los hechos y desde antaño dependía de Colima) donde le entregaría al Teniente local una orden, en la que se le daban instrucciones de apoyarlos con más “gente armada” y con los suministros que fueren necesarios.

Un tercer punto de acuerdo consistió en que “al instante se libraran órdenes al Administrador de las haciendas de La Huerta y a los encargado de los puestos de Albarrada y Alcaraces […], previniéndole al primero [que estuviese] pronto con toda la gente de dichas haciendas, para resguardar sus ganados y demás intereses, [así] como para contribuir con los auxilios y ayuda necesarias a esta Cabecera, siempre que se le pida o él vea Ia necesidad de sus socorros”. Y previniéndole asimismo al segundo, “que junte a todos los vecinos de aquellos ranchos, y que armados estén también a prevención para cualquiera ocurrencia, ministrando la ayuda que necesite el comisionado Martínez para la expedición supradicha”.

Pero ni la junta ni las previsiones terminaron con esto, aunque por falta de espacio tendremos que referirnos a lo demás hasta el siguiente capítulo.

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