VISLUMBRES
Abelardo Ahumada
En la parte central del viejo muro del portal principal del bello pueblo de San Gabriel, Jalisco, existe una placa un tanto borrosa en la que se alcanzan a leer unos renglones incompletos de la novela “Pedro Páramo”, del famoso escritor Juan Rulfo, que ahí vivió durante su infancia. La cita es borrosa, como dije, pero el párrafo completo es el siguiente:
«Sobre los campos del valle de Comala está cayendo la lluvia. Una lluvia menuda, extraña para estas tierras que sólo saben de aguaceros. Es domingo. De Apango han bajado los indios con sus rosarios de manzanillas, su romero, sus manojos de tomillo. No han traído ocote porque el ocote está mojado, y ni tierra de encino porque también está mojada por el mucho llover. Tienden sus yerbas en el suelo, bajo los arcos del portal, y esperan».
Pero ya que hablamos de Apango, de las lluvias y los indios, hoy quiero decirles que, de conformidad con los impactantes videos que por las redes sociales se comenzaron a dispersar desde la tarde del domingo 2 de junio de 2019, ya no fueron “los indios de Apango” los que bajaron a vender sus manojos de hierbas medicinales al antiguo portal de San Gabriel, sino el río de la sierra que, convertido en un lodazal de color negro, descendió arrastrando una increíble cantidad de troncos, ramas, tocones y raíces, como evidencia de que allá arriba de los cerros, recientemente se había quemado un buen trozo de bosque.
En San Gabriel, por cierto, no había caído ni una sola gota de agua y, como apenas iniciaba junio, ningún sangabrielense hubiera podido imaginar que se produjera el desbordamiento del diminuto arroyo que pasa por el centro del pueblo.
El hecho fue que, como anotó mi amigo José de Jesús Guzmán, cronista vitalicio de aquel municipio, en la página 124 de su nuevo libro (Mi querido San Gabriel), “después de una fuerte lluvia en la parte alta de la sierra […] San Gabriel y sus habitantes sufrieron una fuerte inundación provocada por los altos niveles de agua, lodo y árboles arrastrados por el Río Salsipuedes”.
Mientras que en una de tantas notas periodísticas se decía que:
“La intensa lluvia que cayó el domingo por la tarde en el municipio de San Gabriel, Jalisco, fue el preludio del desbordamiento del Río Apango, que dejó a su paso tres muertes (pero lo cierto es que fueron más) y más de 3 mil damnificados.
Las autoridades del estado continúan haciendo el recuento de los daños, pero ya confirmaron que son cientos de casas, negocios y automóviles los que resultaron dañados por la avalancha de lodo que inundó la zona centro de la población.
La Unidad Estatal de Protección Civil y Bomberos de Jalisco (UEPCBJ) detalló que la corriente arrastró troncos, basura y lodo que se desbordaron en 200 metros por ambos lados del cauce del río Apango, y a lo largo de 4.5 kilómetros de la cabecera municipal”.
Y otra más tarde (publicada el 4 de septiembre en el periódico El Informador) agregó que la causa de aquella catástrofe fue que desde varios meses atrás algunos elementos del “crimen organizado” habían hecho talar, por supuesto que clandestinamente, una gran cantidad de hectáreas boscosas de la mencionada sierra, para recoger en ellas el nuevo “oro verde”, como actualmente se nombra al cultivo del aguacate.
Nosotros, en el breve recorrido que hicimos por las calles de San Gabriel el sábado 3 de este mes de julio de 2021, pudimos observar algunas de las reparaciones que forzosamente se tuvieron que hacer en las partes que más dañó causó aquel intempestivo y destructivo torrente, sin poder imaginar que el reducido caudal que fluía ante nuestra vista hubiese podido alcanzar la dimensión descrita.
Pero aprovechando muy bien la ocasión, decidí invitar a mis compañeros de viaje para que, ya de regreso, visitáramos lo que aún resta de la ex hacienda de La Guadalupe, una de las cuatro haciendas más cercanas de la cabecera municipal.
Yo ya había estado dos o tres veces allí, en tiempo de secas, y me habían impresionado grandemente sus ruinas y un viejísimo, sólido y angosto puente que durante el siglo XIX o antes, debió de haber sido mandado construir por los dueños de la referida hacienda. Un puente de pura piedra de tres arcos un solo carril, que aun cuando sólo fue planeado para que cuando mucho pasaran carretas, soporta sin ningún problema el gran peso que los modernos camiones de carga llevan cuando van a sacar, por ejemplo, maíz de aquella región.
En una de aquellas idas tuve oportunidad de bajar a una gran poza que a lo largo de miles de años cavó en el suelo una cascada que se precipita a unos pocos metros al sur del mencionado puente, y no quise desaprovechar la oportunidad de volverla a ver y de que mis compañeros la conocieran.
Cuando fui la primera vez y estuve mirando los muy altos y gruesos muros de la espaciosa finca, en los que sobresale uno que parece haber sido el muro frontal de la ya derruida capilla de la hacienda (puesto que conserva todavía la campana arriba), no pude menos que imaginar un par de cosas: la primera, por su diseño, que me encontraba en algún lugar de la antigua España. La segunda, que ésa bien pudo ser la hacienda que inspiró a Juan Rulfo para dar habitación y cobijo al terrible Pedro Páramo y a la delirante Susana San Juan.
Pero más allá de eso, ahora me impresionó el dato de que el arroyo, alimentado por las primeras lluvias, e incrementando por las más recientes, iba descendiendo convertido en un chorro de líquido barro rojo, en tanto que el torrente que bajó hace dos años y miramos en los videos, era de tierra negra y material quemado que, como también escribió Jesús, “olía a humo”.
En esta otra ocasión, mientras que yo tomaba un video de la cascada, Pepe Salazar se acercó a un señor del rumbo que acicalaba un caballo, y comenzaron a platicar. Sin que el viejano le pudiera dar santo y seña sobre quiénes y desde cuándo construyeron aquellas antiguas edificaciones.
Pero en uno de esos momentos, cuando ya volvía yo del puente, el hombre, refiriéndose a la catástrofe del 2 de junio de 2019, le dijo: “El día de la creciente se puso muy feo todo esto, y sin que tampoco lloviera esa tarde aquí, el agua llegó hasta los corrales de la casa, y llevaba troncos, leña, cuerpos de animales y de gente”.
Teniendo mi cara vuelta hacia donde el líquido barroso venía con cierto tumulto bajando, no pude menos que imaginar que lo primero que debió de haber llegado a los oídos de los habitantes de La Guadalupe, cuya calle principal parece haber sido parte del Camino Real de El Mamey, fue el fragoroso estruendo que la súbita e insólita creciente venía haciendo, al enfrentarse como una estampida de bisontes a todo cuanto a su paso encontraba. Y luego, volviendo la mirada hacia la gran fosa cavada por el agua, vi, literalmente hablando, aquel pavoroso y negro fluido, precipitarse por los arcos del puente hasta descender como violentísima catarata a la infernal cavidad que en ese momento debió de haber sido.
Cuando reiniciamos el camino de regreso salí de La Guadalupe con la sensación de que todo eso fue una preventiva señal en el sentido de que, como ya lo he comentado otras veces, el cultivo del aguacate está trastocando gravemente nuestro entorno. Y, para completar la visión, cuando íbamos arrumbando hacia las ex haciendas de Telcampana y El Jazmín, observé que casi todo aquello está cubierto de nuevas aguacateras que suman cientos de hectáreas.
Este importante cultivo, que hace unas tres décadas se empezó a realizar de manera intensiva en el municipio de Uruapan, Michoacán, y al que luego le hizo ganar el título de “La capital mundial del aguacate”, se expandió después a muchos otros municipios de aquel estado, y desde allá brincó a Mazamitla y llegó hasta Zapotlán y Tuxpan, Jalisco, sin detenerse allí, puesto que saltó a los municipios colimotes de Cuauhtémoc y Comala, y ahora está cubriendo miles y miles de hectáreas de todos los municipios que están en/o colindan con las faldas de los Volcanes de Colima.
Su rápida expansión obedece a que, habiéndose logrado penetrar a los muy grandes mercados de Estados Unidos, Canadá, Europa y Asia, la exportación de aguacate se convirtió en un negocio millonario. Pero viendo las cosas desde un punto de vista ecológico resulta que, si bien puede ser, a corto y mediano plazo, un gran negocio para unas cuantas gentes; a la larga, como ya me lo han comentado varios cronistas de Michoacán , es sumamente dañino para el medio ambiente, no solo porque el desarrollo de todas esas plantaciones demanda millones de metros cúbicos de agua para su riego. Con la consecuencia nefasta de que sí antes el precioso líquido era para satisfacer las necesidades de las comunidades aledañas, hoy casi no les ajusta para completar su abasto.
Por otra parte, siendo el del aguacate otro monocultivo que requiere de múltiples fumigaciones con herbicidas, insecticidas y fertilizantes fabricados con muy agresivos productos químicos, obliga a quienes trabajan en eso a matar y destruir una gran cantidad de especies vegetales nativas. Dañando asimismo el nicho ecológico en el que suelen habitar un gran número de animalitos silvestres que, comenzando por los insectos polinizadores, son parte importantísima para que se mantenga la vida no nada más en nuestra región, sino incluso en el mundo.
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