Opinión

RECUERDOS DE LA CRISTIADA (SEGUNDA PARTE). –

VISLUMBRES

Abelardo Ahumada

Paralelamente a cuanto aconteció en Colima durante los primeros meses de 1926, en que se gestó el movimiento de resistencia civil que derivó en La Cristiada, es necesario aclarar que los conflictos del Estado con la Iglesia no sólo se dieron aquí, sino a nivel nacional, pero de manera muy concreta en tres o cuatro estados donde, como ocurría en el nuestro, los gobernadores, puestos de acuerdo con el presidente Obregón y con su secretario de Gobernación, el general Calles, querían someter a la Iglesia Católica a sus dictámenes.

Así que, para precisar un poco acerca de aquellas circunstancias, en este capítulo trataré de ubicar los hechos que “desataron al Diablo”, provocando el desafortunado conflicto que tanto sangró a miles de familias mexicanas:

EL CERRO DEL CUBILETE Y SU CAMBIO DE NOMBRE. –

En ese sentido resulta que, unos pocos años después de concluida la Revolución Mexicana, algunas mentes inquietas se comenzaron a preocupar por asuntos que nada tuvieran que ver con la guerra, y, entre muchas interesantes cuestiones, se plantearon la pregunta de en dónde podría estar el verdadero centro geográfico del país.  Y para resolverla se integraron dos comisiones: la Comisión de Geografía y Estadística Mexicana, y la Comisión Geodésica de Guanajuato. Mismas que luego de algunos estudios, mediciones astronómicas y una serie de sesudos análisis, determinaron que, a pesar de no ser una figura regular, el centro geográfico del territorio nacional pudiese estar localizado en un extremo de la región del Bajío, muy cerca de Silao, Guanajuato, tal vez en el Cerro del Cubilete, cuya cima alcanza los 2,579 metros de altura sobre el nivel del mar.

Como este era un dato más o menos científico que ni alegró ni preocupó a la mayor parte de la población del país, sólo hubo unas cuantas personas que se fijaron en él. Pero quiso la casualidad que, un día de noviembre de 1919, estando el Dr. Emeterio Valverde y Téllez, Obispo de Guanajuato, de visita pastoral precisamente en Silao, se quedó viendo hacia el Cerro del Cubilete y, admirado tal vez por la belleza de la montaña, expresó que sería muy bonito poder celebrar una misa en su cima. Y, cuentan, quienes fueron testigos del hecho, que entre los curas que escucharon al Sr. Obispo, estaba un padre de apellido Ferrer, a quien le gustó inmediatamente la idea, y la redondeó proponiendo que, aprovechando que tal cerro había sido reconocido como el centro geográfico del país, se erigiera además allí  un monumento dedicado a Cristo Rey, aunque éste no habría de estar situado en la cima, como está hoy, sino en algún punto menos alto, sobre las faldas del cerro; debido a que no existía ningún camino transitable hasta arriba, y a que construirlo saldría carísimo.

El obispo Valverde aplaudió la propuesta y él y el curita aquel comenzaron a moverse para conseguir los recursos necesarios para iniciar la obra, involucrando, según esto, a varios otros curas que tenían grupos de jóvenes participando en la Acción Católica Juvenil Mexicana, o ACJM, por sus siglas. Y el 12 de marzo de 1920, colocaron la primera piedra, contando con la presencia de numerosos católicos guanajuatenses.

En el ínterin, haciendo uso el prelado de las potestades que le brindaba el gobierno eclesiástico en su diócesis, rebautizó al popularmente denominado Cerro del Cubilete como Cerro de Cristo Rey, y continuó esforzándose en la realización del proyecto. De tal manera que a al terminar la Cuaresma de 1920, a poco menos de medio año de haber tomado la decisión, aquel primer monumento ya estaba concluido y puesto en el sitio que se escogió. Pero como a muchos les pareció pequeño, hubo gente que no quedó conforme y decidieron construir otro, notablemente mayor.

Para esto el obispo Valverde ya les había comentado a sus hermanos obispos sobre la idea, y ésta se agigantó, cobrando fuerza a nivel nacional, tras considerar los pastores católicos que si se erigiera un monumento muy grande del Redentor allí, “Cristo estaría reinando sobre su grey desde el Corazón (otro sinónimo equiparable a centro) de la República Mexicana”.

El episcopado, pues, se entusiasmó y puso manos a la obra, pero el problema era que la Constitución de 1917 tenía prohibido a la Iglesia realizar actos de culto (sobre todo los multitudinarios) en el exterior de los templos. Mas como la idea era buena, los obispos decidieron “brincarse las trancas” y seguir adelante con el proyecto, invitando Mons. Ernesto Philipi, Delegado Apostólico de la Santa Sede a participar.

En cuanto el presidente Álvaro Obregón tuvo conocimiento de lo que estaba realizando el clero se opuso con todas sus ganas y se los hizo saber de algún modo, pero como las obras del camino ya estaban prácticamente terminadas y las invitaciones corridas, el 11 de enero de 1923 se celebró la misa y se colocó la primera piedra del segundo monumento.

Los reportes que se emitieron sobre la solemnísima ceremonia refieren que la asistencia fue de unos 80 mil fieles procedentes de casi todo el país. Por lo que, encabritado, el presidente Obregón expulsó  al Delegado Apostólico y a un buen número de sacerdotes extranjeros, so pretexto de estar violentando lo establecido en la Constitución Mexicana. Pero no obstante lo anterior, la obra del monumento siguió adelante.

Actuando, cabe decir, en paralelo, Francisco J. Mújica, José Guadalupe Zuno y Tomás Garrido Canabal, gobernadores de Michoacán, Jalisco y Tabasco, respectivamente, comenzaron a realizar acciones en apoyo del gobierno federal y en contra del clero católico.

CALLES PRESIDENTE. –

Durante las elecciones de 1924, Calles, más anticlerical aún, fue descaradamente apoyado por su paisano y ex jefe, y ganó la presidencia sin ninguna dificultad, tomando posesión de la misma el primero de diciembre.

Para la gente que siguió muy de cerca este proceso, quedó muy claro que, junto con las ideas progresistas que el sonorense ciertamente tenía, se había vuelto una obsesión para él la idea de “meter a la Iglesia en cintura” y, tal vez por eso, a manera de experimento político, se puso de acuerdo o permitió que Tomás Garrido Canabal, en Tabasco, promulgara un decreto (con fecha del 30 de enero de 1925), mediante el que se restringía la presencia del clero en su estado a razón de “uno por cada treinta mil habitantes”. Y como el censo de 1921 registró 187 mil tabasqueños, sólo podrían quedarse allí 6 sacerdotes.

Una semana después (el 7 de febrero de 1925), como si ya fuera una cosa debidamente concertada, el procurador de Veracruz consignó al arzobispo de México, José Mora y del Río, “por violar la Constitución”, al haber sido recibido con arcos triunfales en San Andrés Tuxtla.

La noticia irritó fuertemente a la grey católica, no sólo porque se estaba violentando la libertad de uno de los miembros de más alto rango en el clero mexicano, sino porque don José María ya era un hombre muy anciano. Pero la cosa no paró allí, sino que siguió por caminos que terminaron por sorprender a propios y extraños, en la medida de que, por ejemplo, el gobierno azuzó, con la complicidad de la CROM y un segmento de la masonería, a un cura deschavetado, que se llamaba Joaquín Pérez Budar, para que fundara la Iglesia Católica Apostólica Mexicana y se convirtiera en el primer “Papa Mexicano”. Evento que se oficializó el 21 de ese mismo febrero, señalando su carácter independiente del Vaticano, con sede en el templo de La Soledad, en el Distrito Federal.

LA FUNDACIÓN DE “LA LIGA”. –

Tal hecho se consideró una burla por parte del episcopado mexicano. Pero viendo que todo esto (y más) estaba sucediendo en distintas partes del país, algunos grupos de católicos, entre los que destacaba la Asociación Católica Juvenil Mexicana (ACJM, por sus siglas), comenzaron a ver qué podían ellos hacer en defensa de su Iglesia y, el 17 de marzo de 1925, decidieron formar la Liga Nacional para la Defensa de la Libertad Religiosa. Pero el gobierno la declaró ilegal, y comenzó a operar clandestinamente.

En el ínterin de todo esto, la persecución, el encarcelamiento y hasta el enjuiciamiento sumario y sin causa de algunos católicos colimenses continuó con más fuerza y el obispo y algunos sacerdotes se tuvieron que ir del estado. El obispo se refugió en Tonila, Jalisco, y como allá sí se podía, hasta ese momento, celebrar misas y realizar otras ceremonias cultuales, cientos de colimenses hacían romería hacia esa población vecina, donde no podían intervenir el gobernador Solórzano y sus “secuaces”.

Uno de los primeros líderes nacionales de “La Liga” fue el tamaulipeco René Capistrán Garza, antiguo presidente de la ACJM, quien participó en los debates internos acerca de si era lícito o no luchar con las armas en contra de los perseguidores de la religión.

Las deliberaciones sobre este asunto involucraron a los mejores teólogos del país y decidieron que sí, pero el caso fue turnado a Roma, donde algunos miembros de la Sagrada Congregación de la Fe determinaron que sí era factible si se actuaba en defensa propia.

Ya bajo esa resolución “La Liga” se dispuso a luchar con las armas y, previendo que las cosas se podrían poner mucho más difíciles, nombró a Capistrán Garza “Comandante Supremo” de los contingentes que se formarían, y comenzó a organizarse en esa línea de acción.

En la arquidiócesis de Guadalajara (a la que pertenece Colima), nombraron a su vez como jefe de “La Liga”, al joven licenciado Anacleto González Flores, quien a su vez designó a quienes deberían fungir como cabecillas locales en todo el territorio de la arquidiócesis, recayendo ese nombramiento, para el caso de Colima, en don Teófilo Pizano, y en otro joven de la ACJM que se llamaba Antonio G. Vargas. Entusiastas elementos que, moviéndose en la clandestinidad, comenzaron a llenar de información y propaganda católica todos los pueblos y ranchos de nuestra entidad.

Por aquel tiempo (finales de 1926), vivía y estudiaba en Guadalajara Dionisio Eduardo Ochoa Díaz, ex presidente estatal de la ACJM en Colima y hermano menor del sacerdote Enrique de Jesús Ochoa, quien con el paso de los meses se habría de convertir en el capellán de los cristeros del volcán, y quien, asilado más tarde en Roma, habría de escribir dos gruesos tomos narrando puntualmente esa historia.

Ya para finalizar diciembre, a Nicho le tocó, junto la bella y muy católica jovencita, Lupe Guerrero, nacida en San Jerónimo (como le decían a Cuauhtémoc, Col.), recibir órdenes de Anacleto González para trasladarse a Colima en tren y buscar al líder y a los “soldados” que, dada la necesidad, habrían de iniciar el movimiento armado en nuestra entidad, que debería iniciar cuando más tarde el 5 de enero de 1927.

Se sabe, en este último sentido, que los demás miembros locales de “La Liga” habían pensado en que su único y mejor líder podría ser el Dr. Miguel Galindo Velasco, médico católico que había tenido alguna experiencia como revolucionario. Pero se sabe también que cuando Nicho y Lupe llegaron a buscarlo a su casa, se toparon con la noticia de que días atrás había salido de la ciudad, tal vez porque no quiso verse involucrado en dicho movimiento.

El padre Enrique de Jesús cuenta que, durante esos primeros días de enero, su hermano Nicho y tres jóvenes más: Antonio G. Vargas, Rafael G. Sánchez y José Ray Navarro, estuvieron trabajando arduamente en su propia casa para reproducir copias de un formato de “La Liga”, mediante las que se extendían otros nombramientos a quienes ya ellos sabían que estaban dispuestos a participar. Y que, finalmente, en la madrugada del 6 de ese mismo mes y año, un chofer de coche de sitio que se apellidaba Blake, y que vivía por la misma calle (V. Carranza), se llevó a los cuatro muchachos hasta Tonila, Jalisco, en donde comenzarían a visitar los ranchos de los alrededores para reunir más voluntarios.

Las prédicas que los feligreses habían estado escuchando desde la primavera de 1926 habían predispuesto los ánimos de muchos muchachos y jóvenes señores para participar, si se diera el caso, en la lucha armada. De manera que cuando Dionisio Ochoa y sus compañeros llegaron a sus ranchos a convocarlos, una buena parte de ellos aceptó u comenzaron a organizarse varios pequeños núcleos de “soldados de Cristo Rey”, juramentados y dispuestos “a morir por la causa”.

(Continuará).

 

 

 

 

 

 

 

 

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