Opinión

RECUERDOS DE LA CRISTIADA (TERCERA PARTE Y CONCLUYE). –

VISLUMBRES

Abelardo Ahumada

Para que se entienda mejor cómo fue que cundió la rebelión cristera en la zona colindante entre los estados de Colima, Jalisco y Michoacán, deben los lectores de saber (si es que no lo saben ya), que la diócesis de Colima (erigida en 1881) no tiene, ni ha tenido nunca, los límites territoriales del estado del mismo nombre, y que en la época de la que estamos hablando, este obispado tenía aún bajo su jurisdicción una buena parte de lo que actualmente tienen los obispados de Autlán y Zamora, abarcando, pues, toda la extensión de Colima y muy grandes porciones de Jalisco y Michoacán.

Hecha esta precisión queda claro que, cuando el obispo y los curas que radicaban en la capital de Colima y sus otras ocho cabeceras municipales comenzaron a ser perseguidos por el gobernador del estado y su gente, no tuvieron mayor problema para escapar y refugiarse en cualquiera de las muchas parroquias que el obispado tenía en los municipios vecinos de Jalisco y Michoacán, desde donde con gran entusiasmo continuaron sus prédicas y siguieron organizando a cada vez más numerosos grupos “de libertadores”, como ellos los nombraron cuando todavía nadie les llamaba cristeros.

Y dentro de ese contexto socio-religioso cabe señalar también que, cuando los primeros estudiantes del Seminario Diocesano y los primeros muchachos de la Asociación Católica Juvenil Mexicana (ACJM) se levantaron en armas, la primera, más fácil y estratégica decisión que pudieron tomar para ubicarse, fue la de escoger las faldas del Volcán de Colima como centro geográfico de toda esa extensa región, cubierta en aquellos años por numerosísimos ranchos y haciendas.

El primer sitio que ellos ocuparon como su primer cuartel (y al que un poco más tarde debieron de anexar un hospitalito) fue un rancho situado en las faldas del coloso volcánico, que se llamaba Caucentla, y que pertenecía a la parroquia de Tonila, muy cerca de los límites interestatales entre Colima y Jalisco.

Y los que los que siguieron a éste, sobre del mismo volcán, fueron, primero, el del Cerro de las Trementinas, al norte de Montitlán, Col., y el de El Borbollón, al norte de Comala, Col., y al oriente de San José del Carmen, Jal.; en tanto que por el lado poniente de la capital de Colima, muy pronto aparecieron también los de Cofradía de Juluapan, El Cóbano y La Añilera, encaramados estratégicamente también sobre ese gran promontorio que es el Cerro Grande, cuya inmensa mole se distribuye en el sur de Jalisco y en el noroeste de Colima.

La rebelión tardó un poco más en alcanzar la parte oriental de la diócesis, pero entre abril y mayo de ese mismo año ya había instalados al menos otros tres cuarteles, en el cerro de el Naranjo, Jal., en Pihuamo, Jal., y en Coalcomán, Mich., municipios que, como dije, eclesiásticamente pertenecían al obispado de Colima.

El gobierno estatal intentó combatir a los primeros cristeros con sólo su policía montada, pero fracasó en el intento y luego armó a los pocos núcleos agraristas que ya existían, amenazándolos con que si no participaban les iban a quitar las parcelas que acababan de recibir, pero tampoco les fue suficiente, y debieron de solicitar el apoyo del batallón militar acantonado en la capital, pero tampoco pudieron, y fue necesario recurrir al Gral. Joaquín Amaro Domínguez, Secretario de Guerra y Marina, para que les enviara refuerzos.

Amaro comisionó a los generales J. Jesús Ferreira (de la Jefatura Militar de Colima) y Manuel Ávila Camacho (de su similar de Jalisco), para combatir a los cristeros que, actuando casi siempre en pequeños grupos, realizaban guerra de guerrillas y se confundían fácilmente con los campesinos de la región, porque vestían igual que ellos, y sólo se distinguían de los demás cuando se ponían el escapulario afuera de sus ropas.

Pero los generales y el resto de los oficiales de menor rango se toparon con algunos problemas para enfrentar y combatir a los cristeros: una, porque no conocían los lugares en donde aquéllos se solían esconder o parapetar; otra, porque como la inmensa mayoría de los habitantes de la región eran católicos, apoyaban a los alzados brindándoles información, advertencias, víveres, medicinas, e incluso armas y parque cuando les era posible hacerlo y, una más, porque asimismo la mayor parte de los soldados eran católicos y temían caer al infierno por estar combatiendo a los que con tanto entusiasmo peleaban mientras lanzaban el consabido grito de “¡Viva Cristo Rey!”

Hay numerosísimas anécdotas, relatos, entrevistas, documentos y demás que han sido recopilados por muy conocidos investigadores locales, que dan santo y seña de mucho de cuanto ocurrió desde principios de 1926 hasta finales de 1929 en el obispado de Colima y las diócesis colindantes, pero como es imposible reseñar todo eso en un breve espacio como éste, voy a dedicar los párrafos siguientes para mencionar el testimonio particularísimo que de primera mano escribió, estando refugiado en Roma, el presbítero Enrique de Jesús Ochoa Santana, a quien le tocó la insólita oportunidad de haber sido capellán del Ejército Libertador Cristero desde los primeros días de mayo de 1927 y de ser, poco más de dos años después, el único cura colimote que tuvo tratos con el Gral. Heliodoro Charis, para pactar la rendición de los cristeros de todos los campamentos instalados en el ámbito del obispado.

Este notable clérigo, seguidor de San Juan Bosco, que después llegaría a ser un gran impulsor de la pastoral juvenil en Colima y alcanzaría a recibir el nombramiento de Canónigo, había nacido en San Gabriel, Jal., en 14 de julio de 1899, y se había ido desde muy niño a radicar en la pequeña ciudad de Colima, para poder ingresar al Seminario Conciliar, donde se manifestó como un estudiante brillante.

Fue ordenado sacerdote por el señor Obispo Amador Velasco, el 12 de noviembre de 1922, y cuando estaba por estallar la rebelión, era catedrático de su mismo seminario y tenía bajo su cuidado y tutela al grupo del Seminario Mayor, que son los que ya recibían clases de Filosofía y Teología. Por lo que no es de extrañar que, si algunos de sus más connotados y queridos alumnos fueron los primeros en decidirse a tomar las armas, él haya pedido al obispo, o solicitado a la dirigencia de “La Liga”, que lo designaran capellán del grupo inicial. Grupo que, aparte de lo ya dicho, jefaturaba su hermano menor: Dionisio Eduardo Ochoa Santana, ex presidente de la ACJM en Colima, y estudiante de preparatoria en Guadalajara en el momento en que estaba por iniciar la fase armada de la rebelión.

El padre Ochoa había recibido, pues, una formación especial y era un gran lector de los autores clásicos, por lo que tuvo el gran tino de registrar todos los datos de los que se iba enterando, y de anotarlos a manera de diario, generando la más cuantiosa información fechada de que se dispone sobre dicho movimiento en toda esa parte del país, y que algunos años después publicó en Italia, como un apéndice de su grueso libro, titulado Los Cristeros del Volcán de Colima.

Él fue, con toda probabilidad, el más acucioso cronista de todos esos hechos y, como tal, en una de sus últimas notas escribió:

“Día 4 de julio [de 1929]. En las altas faldas del Volcán [de Colima], casi en la cima del Cerro Prieto. [… Allí nos llegaron] las primeras noticias de los arreglos [de paz…] concertados entre los señores Obispos don Leopoldo Ruiz y Flores, y don Pascual Ortiz y Barreto, con el gobierno portesgilista de México”. Así como la orden “de licenciamiento del Ejército Nacional Libertador Cristero” emitida por “la Suprema Jefatura Militar Cristera”. Y no habiendo podido bajar a Colima- “el general Miguel Anguiano Márquez, por estar inválido” a causa de una herida grave, se ofreció a ir – dice en tercera persona- “para tratar con el General Heliodoro Charis”, de la “Jefatura Militar callista de Colima”, “en representación de todos los libertadores colimenses, el capellán castrense cristero, sacerdote Enrique de Jesús Ochoa”.

Habiendo sido la primera cita entre ambos, el día 12 de julio, señalando al siguiente día 15 como el primero en que, poco a poco, de uno a uno, se irían licenciando los grupos cristeros.

Pero es él mismo quien, poco más adelante señala que “después de los arreglos” y pese a “las garantías” que se les habían ofrecido a los cristeros si se rendían, empezaron a venadear a varios de los más notables “ex combatientes de la Cruzada de Cristo Rey”, debiendo ser ése el motivo por el que decidió (o le aconsejaron) irse a radicar un tiempo fuera del país, en un sitio más seguro.

Por datos posteriores sabemos que el padre Ochoa viajó hasta Italia casi inmediatamente en barco, llevando entre las maletas su diario, sus apuntes, recortes de periódico, oficios y publicaciones tanto de la iglesia como del gobierno y numerosas fotografías que él mismo, o fotógrafos amigos suyos estuvieron tomando durante la gesta, por lo que tuvo material suficiente para reseñar lo que había visto y oído. No siendo por menos que al inicio de la publicación italiana, expresó:

“Yo, a quien el cielo llamó a ser testigo de cerca, del heroísmo de aquellos abnegados luchadores de Cristo, que contemplé sus lágrimas, vi sus miserias, su constancia, su fe intrépida e invencible, su sencillez y su sinceridad evangélicas, me creo obligado a escribir algo, algo al menos de tanta gloria contemporánea, ¡aunque sea en mal forjados renglones y en humilde y sencilla narración!”.

La introducción de su libro está fechada en Roma, el 12 de diciembre de 1930, por lo que podemos deducir que casi desde el momento en que el padre Ochoa llegó a ese país se puso a escribir febrilmente, todavía con el recuerdo muy fresco de los acontecimientos.

Quiero señalar, aparte, que dicho libro no apareció inicialmente en español, sino que fue traducido al italiano por el padre jesuita Julio Monetti, y se publicó en Chieri, Torino, en 1933, con el título Fede di Popolo. Fiore di Eroi (que se podría traducir como La fe del pueblo. Flores de héroes), con “cerca de 400 páginas y 90 ilustraciones” y con un tiraje de 3 mil ejemplares. El volumen muy pronto se convirtió en un éxito editorial, por lo que llamó la atención de los redactores de “L’Osservatore Romano”, periódico oficial del Vaticano, quienes el 30 de noviembre de 1934, publicaron una reseña, a la que subtitularon “Escenas históricas mexicanas”, y del que, entre otras cosas dijeron: “Ha sido llamado un libro de oro, y lo es en realidad, tanto por su sustancia como por sus ilustraciones y su magnífica presentación tipográfica.

Es una obra donde se narran, con la más escrupulosa fidelidad histórica, las maravillosas vicisitudes y las increíbles victorias de los Cruzados de Cristo Rey en el Estado de Colima, en el Occidente de México, en los años 1927, 1928 y 1929, y se pinta, además, el conmovedor heroísmo de tantos héroes mexicanos que, en el nombre de Jesús y confiados en la protección de su divina Evangelizadora, la gran Madre de Dios, María, derramaron generosamente su sangre por la Religión y la Fe [así como…] la crueldad bestial de los verdugos que fueron verdaderos asesinos”.

“Parece a primera vista tenerse entre las manos un libro de aventuras maravillosas debido a la pluma y férvida fantasía de un escritor de ingenio, cuando, por el contrario, se tiene ante los ojos una historia reciente y verdadera” …

El próximo 24 de febrero de este 2019 se cumplirán 93 años de la publicación del decreto que, seis meses antes de la publicación de la “Ley Calles”, propició que en Colima iniciara una fase de resistencia civil que, al arrancar enero de 1927, se transformó en resistencia armada, dando pie a la “Rebelión Cristera” y, conociendo en alguna medida los pormenores de aquella gesta, yo también, como el padre Ochoa, hace 90 años, me sentí obligado “a escribir algo”, aunque sea un poco de estos iluminadores Recuerdos de la Cristiada, en el afán de que episodios como ésos no se repitan.

 

 

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