Opinión

En la tumba de Cuauhtémoc

Abelardo Ahumada

En el programa que nos enviaron en abril de 2002, decía que el XXV Congreso Nacional de Cronistas de Ciudades Mexicanas tendría como sede la histórica ciudad de Iguala, Gro., y como subsede el turístico puerto de Acapulco. Pero como la presentación de las ponencias fue fluyendo de manera más rápida que lo previsto, la necesidad de que los últimos compañeros tuviesen que ir a presentarlas a Acapulco se canceló, mas no así el viaje hacia allá, quedando en condición de opcional, ya que en mencionado programa incluía, para esa misma tarde, un “evento sorpresa” para quienes decidieran quedarse en Iguala.

Así que, uniéndose a la comitiva que se dirigió al puerto, Víctor Santoyo, Juan Delgado, Rafael Tortajada y Noé Guerra Pimentel (mis otros compañeros de Colima) abordaron los cómodos autobuses que irían hacia allá, mientras que Antonio Magaña y yo decidimos permanecer en Iguala y esperar el evento que nos tenía preparado nuestro anfitrión.

En ese contexto, la mañana del 3 de agosto, estando ya casi para concluir la presentación de las últimas ponencias, el Ing. Andrés López Velasco, cronista de Iguala, Gro., nos anunció:

“En cuanto concluya los trabajos pasen por favor a abordar los camiones que estarán junto a la plaza, porque nos vamos a ir a comer a un pueblo de la sierra”.

  • ¿A dónde, tú? – no faltó alguien que le preguntó.
  • Es una sorpresa – dijo, y se fue arriscando la punta derecha de su bigote.

En Iguala, a las 2 de la tarde, estaba haciendo un calorón de los mil demonios y se antojaba subirnos en flamantes autobuses con aire acondicionado, como los que abordaron los compañeros que se fueron en la mañana al puerto. Pero grande fue nuestra sorpresa cuando, hacia las 2:30, en vez de autobuses como los descritos, aparecieron cinco camiones urbanos, bastante destartalados, a los que nos subimos bromeando, suponiendo que iríamos por ahí cerca, como cuando el primer día don Andrés nos invitó a una huerta para efectuar una comida campestre. Pero nos equivocamos porque si bien el sitio al que finalmente nos llevó no estaba muy lejos, lo sinuoso del camino nos hizo que, saliendo a las 3 de allí, llegáramos a nuestro destino poco antes de las 5.

Otra suposición que en lo particular me falló fue la de que creí en un principio que nos habíamos enfilado por la vieja carretera a Taxco, y que Andrés nos iba a dar un tour por la ciudad colonial, pero resultó que, en lugar de irnos de subida al norte, nos encaminamos hacia el poniente, por una carretera vecinal que va hacia Teloloapan, un pueblo del que (ahora sé) tiene la mala fama de contar con gente muy brava.

Por aquellos días solían aparecer en los periódicos noticias de que había guerrillas activas en esa parte de la sierra, pero como seguíamos creyendo que íbamos realmente cerquitas, no nos preocupamos.

El calorón seguía siendo infernal y no disminuía pese a llevar todas las ventanillas abiertas.

Pedí permiso entonces al chofer para irme de pie sobre la escalerilla del camión y ver mejor los paisajes de la sierra guerrerense, observando que no son muy diferentes a los paisajes cerriles de nuestra región, pero más llenos de “peladeros”.

Como a los cuarenta minutos llegamos a un crucero que (después supe) se llama “Crucero de San Martín Pachivia”, y ahí dejamos la carretera pavimentada para encaminarnos por una de terracería en donde, unos pocos metros más adelante, nos esperaba una patrulla rural con cuatro policías armados como comandos de guerra. Y que les indicaron a los choferes que los siguieran:

  • ¿A dónde nos llevarán éstos? – me preguntó, risueña, la esposa del cronista de Ciudad Mante, Tams.
  • Tal vez a protegernos de una emboscada del Ejército Popular Revolucionario – respondí en broma.

Los motores rugían sobre la cresta de los cerros en casi “pura primera”, mientras que varios comenzábamos a desesperar por causa del hambre, sospechando que aquel fragoroso camino lo más que nos podría llevar era a una ranchería desierta. Error muy grande el nuestro puesto que, luego de casi un par de horas de andar llegamos, por fin, ya con unos cuantos pinos y encinos en el paisaje, a un pueblo pintoresco y antiguo, algo parecido a los pueblos más viejos de Michoacán, pero diferente a éstos en que el empedrado de sus estrechas calles y sus banquetas no estaba hecho con lajas o con piedras de río, sino ¡con trozos de mármol! Puesto que allá, según nos dijeron después, no hay piedras de otro talante.

Y la famosa sorpresa de Andrés se cumplió al cien por ciento, porque dicho pueblo resultó ser Ixcateopan, en donde según vagas referencias que este redactor tenía, fueron encontrados, al promediar el siglo anterior, ¡los restos mortales del gran tlatoani Cuauhtémoc!

Pese al cumplimiento de lo prometido, algunos descendimos de los autobuses ya casi renegando porque, aparte, nadie nos avisó que ahí hacía frío y eso que apenas era la media tarde.

Impresionado por el hecho de que una simple terracería nos hubiera llevado a un pueblo tan singular, indagué si no habría otro camino y me dijeron que sí, que hay otra carreterita en el otro extremo del pueblo que lo conecta con Taxco.

Yendo junto con Toño Magaña y casi 200 personas más, caminamos por la calle principal del pueblo como parvada de turistas ante la mirada indiferente de los pocos lugareños que nos encontramos.

La mayoría de las casas eran también similares a las de los pueblos michoacanos, con sus techos de teja, con sus fachadas pintadas de blanco en la parte alta, y de rojo óxido en la parte baja.

Conté a simple vista las torres de cuatro templos o capillas. Entre los que resaltaba uno, situado en el centro, evidentemente más antiguo que los demás, y que resultó ser el templo de Santa María de la Asunción que, según luego nos informó Andrés López, lo comenzó a construir, en 1529, el muy venerable y respetado fraile misionero Toribio de Benavente, mejor conocido como Motolinía. Hecho que me pareció casi increíble.

Pero más motivados por el hambre que por la historia, caminamos en ese momento hacia una casona señorial del centro, en donde nuestros anfitriones nos iban a obsequiar con un excelente mole de la región. La fachada de casona me pareció muy interesante, porque en ella estaba pintado un letrero que decía: “Museo de la Resistencia Indígena”, y porque bajo el techo de su portal exterior había una muestra de los bellos muebles rústicos que producen en esa parte de la sierra guerrerense. Dándome triste cuenta de que a mi cámara se le iba a terminar el rollo y de que no había modo ahí de conseguir otro.

Entramos, pues, a las instalaciones del “Museo de la Resistencia” y observamos de inmediato que las mesas instaladas eran muy pocas para el número de viajeros que llegamos, y que la totalidad ya estaban llenas de compañeros igualmente hambreados; por lo que, resignándonos, nos dispusimos a recorrer el museo, mientras se liberaba una en donde pudiésemos sentarnos también. Pero la buena suerte nos acompañó, puesto que en la primera sala a donde ingresamos estaban las jarras del agua fresca, los tambaches de tortillas, las cazuelas de mole y arroz, y las cocineras sirviendo. Mexicanos al fin, no faltó el ocurrente que gritara: “¡A la cola!”. Y en la cola nos formamos, habiendo sido de los primeritos en saciar el hambre atrasada. Hecho lo cual, viendo pletóricas las demás salas, sigilosamente nos escabullimos y nos fuimos por nuestra cuenta a explorar el pueblo.

La plaza, sin ser algo del otro mundo, es una plaza muy bella y original, sobre todo, porque, como podrá apreciarse en dos de las fotos que presento, está igualmente pavimentada con trozos de mármol de tres diferentes colores, formando una bonita y llamativa cuadrícula.

A unos cuantos metros de allí, tras el edificio del Ayuntamiento Municipal, vimos un letrero que hacía referencia a la localización de la tumba del “emperador Cuauhtémoc”, certificada por Doña Eulalia Guzmán, arqueóloga enviada a Ixcateopan hacia el año de 1949, a quien le tocó paleografiar y autentificar unos antiguos documentos que desde casi cuatro siglos atrás habían permanecido al resguardo de una familia indígena local (que antes se apellidaba Moctezuma Chimalpopoca y ahora se apellida Juárez), dando señales de que, bajo la mesa del altar en templo fundado por Motolinía, estaban los restos del último hueytlatoani mexica.

Alentados por esos datos apresuramos el paso y llegamos a un amplio atrio frontero que, como en la mayor parte de los templos franciscanos, debió de haber servido como huerto y jardín; y que mientras por una parte estaba cerrado por la fachada del templo, por otra estaba abierto hacia un bonito mirador de la sierra.

Los viejos muros estaban cubiertos por la pátina del tiempo y, utilizando la cámara de Toño, nos retratamos allí. Pecado sería no haberlo hecho.

Pasamos por el zaguán de gruesos tablones y herrajes. Entramos a la nave silenciosa con sus nichos vacíos de imágenes cristianas y sólo vimos al fondo, austera, sencilla, la tumba resaltada de Cuauhtémoc, que fue mandado ahorcar por Hernán Cortés en un arrebato de miedo, de celos y furia.

A pesar de que el antiguo templo ya no lo es, y tiene la calidad de museo, mi amigo y yo caminamos como sólo se camina en los lugares sagrados, hasta llegar a la espaciosa vitrina que, como ataúd de cristal, muestra los restos calcinados del héroe mexica, nacido precisamente en ese pueblo, en 1501, como hijo del príncipe Ahuízotl, que había sido enviado a pacificar y gobernar el señorío rebelde de Ixcateopan, y que luego se casó con la princesa chontal Cuayautitlalli, nativa de allí mismo.

La razón era, pues, más que suficiente para que los restos del cuerpo Cuauhtémoc hayan sido sepultados allí. Pero ¿por qué y cómo llegaron sus huesos hasta ese sitio en particular?

Según testimonios fidedignos que lo prueban, Hernán Cortés mandó ahorcar a Cuauhtémoc y otros grandes tlatoanis del Altiplano el 28 de febrero de 1525, en la provincia tabasqueña de Acallan, porque un jorobado traidor (que antes fue esclavo de Moctezuma) le dijo al capitán español que Cuauhtémoc y los otros tlatoanis que lo acompañaban estaban conspirando en su contra.

La comitiva de Cortés dejó los cuerpos colgados y continuó su viaje en la selva, pero en la noche, treinta de los hombres más fieles de Cuauhtémoc se regresaron en secreto, lo descolgaron de la ceiba en que pendía y decidieron momificarlo mediante el sistema de “tatemado”; es decir, ahumándolo con leña verde para desecarlo, hacerlo más liviano y poderlo transportar con relativa facilidad hasta su lugar de origen. Tarea que realizaron, turnándose, en un viaje que duró casi cuarenta días.

Junto a la tumba venerada, una historiadora de Acapulco estaba fungiendo en esos momentos como sacerdotisa, quemando copal y recitando letanías en náhuatl. Luego sahumó a varios de los compañeros, entre los que Toño Magaña, gran admirador de “Mi señor Cuauhtémoc” – dice-, para pronto se apuntó.

Cerca del cráneo ennegrecido del último emperador azteca hay un delgado platillo de cobre, labrado a base de puros martillazos, que se encontró en las excavaciones y dice, con letras grabadas ya muy borrosas: “1525-1529 Rey e S. Coatemo”.

En el archivo del museo del pueblo hay un texto interesantísimo de Motolinía, del que transcribo unas frases:

“Dejo [a] estos naturales [estos] escritos [para que los] conserven como un documento [y…] sepan lo grande que tiene esta tierra como tesoro y dicha de ser la cuna de ese señor Rey Coatemo que yo tengo como un varón de mucha bravura y de mucha decencia que yo admiro en esta tierra de Ichcateopan”.

Con el ánimo lleno de admiración similar a la que tuvo Motolinía, los cronistas nos retiramos del pueblo al oscurecer, y regresamos a Iguala ya muy entrada la noche.

El tema, por supuesto, me dejó intrigado, y andando el tiempo pude saber que fue el 26 de septiembre de 1949 cuando se publicó, a nivel nacional, la noticia de que, luego de un cúmulo de azarosas búsquedas, se había descubierto la tumba del “Emperador Cuauhtémoc”. Nota que provocó diferentes reacciones entre los arqueólogos, los antropólogos y los historiadores de la época; puesto que mientras unos valoraban aquél como uno de los dos más grandes hallazgos de la arqueología mexicana, otros lo calificaban como una de las más grandes imposturas que en dicha materia se habían logrado inventar, con el propósito de, según eso, darle algún asidero a la identidad mexicana, tan vapuleada entonces por el gobierno malora de Miguel Alemán.

Tengo, sin embargo, frente a mis ojos un conjunto de fotocopias que conseguí en el “Museo de la Resistencia”, entre los que aparecen (ya transcritos al español actual) algunos de los documentos que por herencia de sus antepasados Moctezuma Chimalpopoca, llegaron a las manos del Dr. Salvador Rodríguez Juárez, que fue quien los entregó a la paleógrafa Eulalia Guzmán, para que los revisara y autentificara en su caso. Así como el ejemplar de un pequeño libro escrito por nuestro ya desaparecido colega, Andrés López Velasco, en 2003, en el que por aquellos días se autodescribió como “el último testigo vivo”, de los eventos de Ixcateopan en 1949, que en su conjunto aportan muy interesantes datos sobre nuestro tema. Y de los que, para que más gente los conozca, hablaré, Dios mediante, en mi próxima colaboración.

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