Opinión

MIGUEL HIDALGO PÁRROCO DE COLIMA

VISLUMBRES

Segunda parte

Abelardo Ahumada

UN PASEO MATINAL. –

El primer domingo de septiembre de 1792 casi todos los clérigos de la Villa de Colima y del pueblo de Almoloyan se mantuvieron ocupados en sus obligaciones pastorales, celebrando, como en cada una de las obligadas “fiestas de guardar”, varias misas cada uno.

En el Hospital de San Juan de Dios la misa para los enfermos fue oficiada por fray Francisco Xavier Hurtado, prior de convento de Los Juaninos; en la capilla del convento de Nuestra Señora de la Merced, le tocó conducirla al padre comendador de Los Mercedarios, fray Rodrigo de Solache, y como la parroquia del ex convento de San Francisco estaba “sede vacante”, la ofició el padre Francisco Ramírez de Oliva, encargado de la misma, pero también Sacristán Mayor de la parroquia de Colima.

El lunes siguiente, sin embargo, les tocó descanso a casi todos ellos y, como ya lo habían acordado desde varios días atrás, los tres responsables de los conventos y cuatro de los curas de la villa se treparon después del almuerzo en sus respectivas cabalgaduras, se reunieron a eso de las diez en el borde de la Calle del Precipicio y, una vez juntos, se fueron hacia el norte por el viejo camino que corría paralelo al río Colima. El clap, clap de las herraduras pisando el empedrado llamó la atención de las escasas mujeres y de los pocos niños que a esas horas deambulaban por el callejón, quienes asombrados vieron a tan inusual contingente.

En la punta del abigarrado conjunto de clérigos ensotanados iban fray Francisco Xavier y el señor cura don Miguel; seguidos por el padre Ramírez de Oliva; fray Antonio Romero, capellán del hospital; el padre Felipe Ruiz de Ahumada y dos clérigos más. La mayoría de ellos con sus testas cubiertas con los grandes sombreros de palma que usaban los indios de la región para protegerse de los inclementes rayos del sol.

La antes nunca vista comitiva atravesó el barrio de Los Sotelo, dejó atrás las últimas casuchitas de la villa, se introdujo por el muy sombreado camino de las huertas ribereñas, atravesó la corriente del Río Chiquito casi al frente del rancho de Santa Gertrudis; cruzó después por entre algunos altos maizales que ya comenzaban a espigar, y llegó, finalmente, hasta el trapiche de Nuestra Señora de San Juan, mejor conocido por los lugareños como la hacienda de La Capacha, propiedad de los frailes juaninos.

En el primer tramo del trayecto el padre Hidalgo siguió íntimamente asombrado al observar la exuberancia de la vegetación de aquella remota parroquia del obispado vallisoletano, y en otro se fue atento a los comentarios y las explicaciones que en su favor le iba brindando fray Francisco Xavier; habiéndole parecido muy divertido el dato de que, como los fundadores del hospital solían recorrer las calles de la Villa de Colima llevando entre dos una canasta capacha, en la que los vecinos caritativos depositaban los paquetes, las frutas y las verduras para la alimentación de los enfermos, la gente les comenzó a decir: “Ahí vienen los padres capachos”. Y así se les quedó a ellos el sobrenombre, e igual a su hacienda y trapiche, no obstante llamarse de Nuestra Señora de San Juan.

Hacia la hora del Ángelus vieron entre los árboles la alta y esbelta chimenea que les posibilitó ubicar entre la fronda la presencia del mencionado trapiche y, un poco después, los graves clérigos llegaron hasta una atarjea situada al pie de una lomita, en la que una gigantesca parota les regaló la frescura de su sombra.

El padre prior les hizo ahí una seña para desmontar… Una jauría de perrillos mal comidos anunció la llegada de los ensotanados visitantes, y detrás de ellos salieron a recibirlos, el hermano lego que administraba la hacienda, y seis o siete mulatos de los que solían trabajar en el batey.

Subieron los sudorosos clérigos unos cuantos pasos por una veredita; llegaron hasta un amplio corredor techado con teja de barro y fueron invitados a tomar asiento en dos largas bancas paralelas, construidas con madera tosca. Entre las que había, igualmente larga, una mesa hecha con un par de tablones escasamente labrados.

Dos matronas negras, cuyos no tan ajados cuerpos evidenciaban antiguas turgencias y carnes más firmes, trajeron una docena de jarros limpios y dos botellones de barro con agua fresca para los recién llegados. El padre Felipe Ruiz saludó muy afablemente a una de ellas y el cura Hidalgo, perspicaz como era, sonrió para sus adentros al advertir el ligero gesto de turbación que cruzó el rostro de la negra de menor edad: “Si esta mujer fuera blanca o mestiza de seguro que se hubiera ruborizado” – pensó. Y no dejó de observar, tampoco, la mirada llena de cariño (o algo más) con que la fue siguiendo su colega sexagenario hasta que desapareció por la puerta de la cocina.

UN “PREPARADO” TONIFICANTE. –

Obedeciendo las instrucciones de fray Francisco Xavier, el administrador del trapiche les mostró el sitio de la rústica molienda, los moldes de madera para fabricar panocha, la cúbica base del chacuaco y los calderos en donde cocinaban, por decirlo así, el jugo de la caña y, una media hora después, luego de responder a casi todas las preguntas que le hicieron curas y frailes, los llevó de nuevo al corredor de teja, en el que para sorpresa de la mayoría, encima de los tablones estaba una botija perulera aparentemente llena de alguna bebida etílica.

  • Tomen asiento, mis queridos amigos – les indicó el prior de los juaninos-. Quiero que hoy se sientan con nosotros en la más entera confianza, y se olviden por algunas horas de sus perplejidades místicas y de sus preocupaciones terrenales … En esos cantaritos hallarán un preparado hecho con jugo de toronja y naranja, unos granitos de sal, unas gotas de limón y una copita de ron, para que refresquen sus gargantas y aligeren sus cuitas.
  • ¿Ron? ¿Qué es el ron? – preguntó el más joven de los dos capellanes de la Villa de Colima.
  • El ron es un destilado de jugo de caña que desde hace ya más de un siglo se comenzó a procesar en Jamaica, Cuba, Santo Domingo y las demás islas del Mar Caribe, y que lo sabe procesar uno de nuestros negros que de jovencito trabajó en un batey de Santiago de Cuba. No sabemos bien a bien dónde ni cuándo se comenzó a destilar, pero como es un alcohol menos fuerte que el puro que quema las gargantas, empezó a ser bebido, con cada vez mayor frecuencia, entre los esclavos negros y luego entre los blancos que trabajaban como capataces de los bateyes, hasta que llegó a los pueblos y fue prohibido por la Corona, puesto que les hacía una gran competencia a los vinos traídos de España.
  • Oh, algo muy similar pasó aquí hará como siglo y medio, cuando los “indios chinos” que los primeros colonos trajeron de Cebú y otras Islas Filipinas para que trabajaran en los palmares, empezaron a fabricar un alcohol fuerte al que, no hallando mejor nombre que darle, los españoles lo bautizaron como “vino de cocos”, y que por barato y emborrachador, comenzó asimismo, a ser el licor preferido por la mayor parte de los bebedores – explicó el padre Ramírez de Oliva.
  • Pues, mientras usted nos explica cómo fue que sucedió ese hallazgo, hagámosle los honores a este “preparado”, y brindemos como cristianos que somos, por la buena salud de Su Santidad, el Papa, y de Su Majestad, el Rey – dijo el padre Hidalgo, bebiendo del jarro que una de las negras le puso a su alcance.

Un buen plato de cecina con frijoles fritos, tortillas recién sacadas del comal y un gran molcajete casi rebosante de salsa sirvieron para satisfacer el más exigente de los apetitos, mientras la botija perulera iba perdiendo volumen y la charla de los doctos escolásticos iba subiendo de tono y perdía su habitual rigor discursivo, para adentrarse en vericuetos menos intrincados, en los que ya no sólo se tenía que hablar de dogmas, pecados y excomuniones, sino de lo que la inmensa mayoría de la gente llamaba la vida real. Vida en la que los llamados “males y goces de la carne” eran los temas con mayor frecuencia abordados.

DOS PÁRRAFOS EN FRANCÉS. –

Hacia las tres de la tarde unas gruesas nubes se apelotonaron sobre el edificio del volcán y, treinta o cuarenta minutos después, luego de haberse escuchar el estampido atronador de “un rayo en seco”, se precipitó sobre La Capacha y sus alrededores una tormenta tan fuerte que hasta el señor cura Hidalgo, escéptico para varias cosas, se santiguó en un par de ocasiones … El agua comenzó a caer como una catarata por la parte más baja del amplio tejado, impidiéndoles distinguir los objetos a más de cinco varas de distancia. Pero, considerando que aquella tempestad posiblemente les impediría regresar esa tarde a Colima, el ex rector del Colegio asumió la lluvia como una bendición más, se sirvió otro jarro del “preparado” y, como inspirado por éste, demandó silencio a sus compañeros, se puso de pie, dio énfasis a su muy bien timbrada voz para vencer el ruido de la tormenta, pronunció dos notables párrafos en francés y guardó un súbito silencio, que desconcertó a sus contertulios. Mayormente a quienes no entendían la lengua gala.

  • Traducid, señor, no nos dejéis ayunos del significado de tan bien pronunciados párrafos – le rogó el padre Felipe-. ¿Quién los escribió? ¿Qué es lo que dicen o significan?
  • ¿Habéis oído que hace ya casi tres años, en Francia, los ciudadanos más pobres se levantaron en armas y depusieron a su rey? ¿Sabéis que los dirigentes de aquella revuelta popular clamaban que se instituyera entre ellos una república similar a la que hará dieciocho años se organizó en las Trece Colonias que la corona británica tenía en América?

Viendo, una vez más, el asombro que se mostraba en los rostros de sus compañeros de mesa y oficio, el cura Hidalgo añadió: “Estos dos párrafos son parte de un impresionante discurso pronunciado por el ciudadano francés Maximilien Robespierre ante las cortes o diputación que los republicanos instituyeron en París a finales de octubre de 1789, para explicar que el proceso de  revisión que todos ellos estaban haciendo para calificar los actos del ya depuesto rey Luis XVI no era, en realidad, ningún juicio, sino un acto irrecusable que derivaba del sólo hecho de ser ellos representantes de la república. Y ésta es su traducción:

“[Aquí] no hay aquí ningún proceso. Luis no es un acusado. Vosotros no sois jueces. No podéis ser más que hombres de Estado y representantes de la nación. No tenéis que ofrecer una sentencia a favor o en contra de un hombre, sino que debéis tomar una medida de salud pública, un acto de providencia nacional”.

“Luis fue rey y la república ha sido constituida. Luis ha sido destronado por sus crímenes. Denunció al pueblo francés por rebelde y apeló para castigarlo a los tiranos de sus hermanos. La victoria y el pueblo han decidido que sólo él sea acusado de rebelde. No puede, por tanto, ser juzgado: está condenado o la república no será absuelta”.

El influjo del ron en las mentes de los siete clérigos no impidió, sin embargo, que en los más hondos resquicios de sus cerebros aquellas palabras repercutieran como campanas anunciadoras de un grave peligro. Por lo que El Zorro, haciendo uso de su muy conocida perspicacia, cambió inmediatamente de tema y, como hacía minutos que la tormenta había cesado, propuso cabalgar de nuevo para regresar a la villa antes de que cayera la noche.

El arroyo de Santa Gertrudis y el Río Chiquito se habían convertido en avasalladores torrentes por lo que, precavidos los curas más viejos, les indicaron a los demás que era preferible cabalgar por las vereditas de los potreros y esperar un rato a que las crecientes de ambos arroyos les permitieran vadearlos sin mayor peligro.

UN COMPORTAMIENTO DIFÍCIL DE ENTENDER. –

Si el comportamiento del ex rector del Real y Primitivo Colegio de San Nicolás les planteaba agudas incógnitas a sus compañeros y a la gente letrada de la Villa de Colima, mayores lo han sido para los historiadores que han estudiado su estancia en dicha parroquia, puesto que, como bien lo afirmó el profesor Felipe Sevilla del Río, en un libro que publicó en 1974, resulta que, durante los casi nueve meses que pasó el padre Hidalgo como cura interino de Colima, nunca asistió a ningún enfermo con los santos oleos; jamás firmó una acta de defunción y sólo participó en dos bautizos, pero casi llenó dos libros de actas de matrimonio, estampando en ellos “su bella firma por la friolera de 489 ocasiones”. ¿Qué móvil tenía el padre Hidalgo para obrar de ese modo?

Continuará.

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